Completé el viaje a Mauritania con una extensión al parque nacional 'Banc d'Arguin', -una franja costera, a medio camino entre Nouatchok y Nuadibú, declarada patrimonio mundial de la UNESCO en 1989, en la que el desierto se da de bruces con el Océano Atlántico-, atraída por el aliciente de su riqueza ornitológica.
Fue al consultar la ficha del viaje cuando supe de la existencia de los Imraguen o Amrig, un pueblo de pescadores que viven en unas cuantas aldeas dentro del parque, y que constituyeron lo más singular de la visita...
El lugar a primera vista no resulta muy atractivo. El desierto va transformando sus dunas en una llanura costera semipantanosa salpicada por quince islas en la que las aldeas son apenas unos grupos de barracones sin prácticamente infraestructura para el visitante, que sólo puede acceder previo permiso de las autoridades del parque: ni hoteles, ni restaurantes, ni luz eléctrica... sólo unas jaimas con esterillas de caña cubriendo la arena y colchonetas sobre las que tender los sacos; y unos aseos-letrina a buena distancia de ellas. Un "infierno" para el turista...
Sin embargo, ahí radica su encanto: en su aislamiento, su anacronismo y la escasez de visitantes que enturbien la paz del lugar.
Y a poco que uno mira percibe que se trata de un espacio privilegiado, lleno de vida... Desde las formas más sutiles de los moluscos y crustáceos que pueblan sus aguas bajas o marshy, -la plataforma continental mauritana tiene aquí un declive muy suave que alcanza apenas los cinco metros de profundidad, resíduo del vasto estuario que fue esta zona en eras húmedas-, hasta multitud de peces del banco canario-sahariano, tortugas (verde, boba, carey y laúd), cinco especies de delfines, orca, rorcual, foca monje... que se alimentan de ellos y entre sí.
Por no hablar de las aves... Unas 108 especies, casi tres millones de individuos, pasan por esta importante ruta migratoria, de invernada y cría: espátulas, flamencos, pelícanos, cormoranes, golondrinas, garzas, chorlitos, correlimos y otras muchas limícolas... Y de los animales terrestres: gacelas, chacal, feneco, zorro de la arenas, gato salvaje, hiena...
La vegetación no es exuberante ni vistosa, pero sí interesante por la adaptación al medio.
Y la gente, de una ruda sencillez y muy hospitalaria.
En resumen: un paraíso natural que apenas tuvimos tiempo de disfrutar.
La vegetación no es exuberante ni vistosa, pero sí interesante por la adaptación al medio.
Y la gente, de una ruda sencillez y muy hospitalaria.
En resumen: un paraíso natural que apenas tuvimos tiempo de disfrutar.
Pero vamos con los Imraguen...
Imraguen significa, literalmente, "los que recolectan vida". Y eso es lo que hace, desde decenas de miles de años atrás, este pueblo mestizo mezcla de árabe, bereber y negroide de los que en la actualidad quedan unos 1000 individuos: Cosechar las poblaciones migratorias de pescado, básicamente mújol o lisa, usando barcos a vela y técnicas de pesca tradicionales apenas mejoradas tras el contacto con los portugueses en el S XV. Estas técnicas incluyen una colaboración simbiótica única con los delfines salvajes.
Buscando bibliografía sobre los imraguen me encuentro este curioso trabajo de Francisco García-Talavera: "Pesquerías Canarias en la costa del Sáhara". Cito, casi textualmente, la referencia que hace a ellos, pues recoge una magistral descripcón de los mismos y su actividad:
"En cuanto a la técnica inmemorial de los Imraguen, se encuentra su primera descripción en la relación de Valentím Fernándes (1506-1507), bajo el título "Descripción de la Costa de Africa de Ceuta al Senegal":
"Las redes con las cuales pescan los azanegues "schirmeyros" son de hilo hecho con raíces y corteza de árboles. Alcanzan una braza de ancho por cinco de largo. Ellos las enrollan sobre un grueso palo con dos puntas y del tamaño de un bordón. Los flotadores de esta red son de trozos de madera de "Figueyra do inferno" (que es la tabaiba dulce, Euphorbia balsamifera) que ellos llaman "afernan". La planta de la que hacen las redes es una Asclepiadácea (Leptadenia spartum) conocida por ellos como "titarek". La plomada de la red se compone de bolas de arcilla cocida, secadas en ceniza caliente, y perforadas."
"Para pescar, van de dos en dos, cada uno llevando su red enrollada en su palo. Queriendo pescar, juntan el uno al otro sus redes y, desde que ellos han apercibido los peces, avanzan cada uno de su lado, dejando poco a poco caer la red de los palos entre ellos, hasta el momento en que alcanzan la orilla y se juntan. Todo esto sucede en agua poco profunda, que no les llega sino hasta las rodillas, y en el momento de más calor del día, puesto que los peces están como atontados por el calor del agua. Ellos llevan en la mano derecha su arpón para arponear los peces que quieren franquear la red saltando al aire. Es así como ellos practican la pesca."
Continúa diciendo: "... son tan pobres y tan miserables que no tienen ni pan, ni aceite, ni madera para quemar, ni sal, ni nada. Para preparar su comida, reúnen algas y les prenden fuego, poniendo el pescado que capturan en la parte inferior de este fuego, lo asan y se lo comen así, sin añadirle ningún otro ingrediente. Es la misma manera con que se comen las tortugas..."
"...están tan oprimidos por los alarbes que (cuando llegan a sus campamentos a exigirles tributo) se comen todo lo que encuentran y se acuestan con sus mujeres y sus hijas en sus propios hogares."
Este relato sobre la manera de pescar de los azanegues en Arguin, se diferencia muy poco de lo que sucede en la actualidad con los imraguen, cuando llega la época de la pesca (de octubre a marzo) de la gran lisa amarilla (80-100 cm), que acude allí por millares durante su migración al Sur. Esta especie es muy valorada por los maures tanto por su carne (tichtar) como por sus huevas (que exportan como poutargue), las cuales secan al sol a la manera de las jareas canarias. De las cabezas extraen un aceite muy apreciado, que utilizan para todo.
La única diferencia estriba en los materiales utilizados ahora en las redes de pesca: las fibras vegetales de la malla (titarek), los flotadores de tabaiba (afernan) y los pesos de arcilla cocida, están siendo sustituidos paulatinamente por materiales sintéticos modernos. Pero hay otra novedad interesante que, aunque V. Fernándes no la incluyera en su relato, no podemos descartar que existiera en aquella época, incluso mucho antes. Se trata de un extraordinario hecho de colaboración entre animales y el hombre con el fin de obtener un beneficio mutuo: la comida. Los delfines acuden a la orilla cercando los bancos de lisas, respondiendo también a la llamada de los imraguen cuando golpean el mar con sus gruesos palos. Es este un claro ejemplo de simbiosis entre el hombre y el animal, digno de un profundo estudio etológico. Aunque muchos autores piensan que se trata de una asociación puntual, más que de una verdadera cooperación.
Volviendo al fantástico escenario, los Imraguen con sus redes desplegadas y con el agua por las rodillas, forman una barrera y van encerrando al pescado en varios círculos de redes y, mientras, los delfines por el otro lado comiendo todo lo que pueden. El espectáculo es impresionante, centenares de enormes lisas tratando de escapar, saltando sobre las redes en todos los sentidos... Después de la euforia viene la calma, las redes están llenas. Los pescadores, contentos con su captura la llevan a la playa para que las mujeres y los niños comiencen su trabajo... Una vez descabezado el pescado, se abre, se le cortan las aletas, se lava y se pone a secar al aire, sin sal. Ya tienen sustento hasta la próxima temporada".
No vimos a los Imraguen pescar. Sin embargo, la mañana que pasamos recorriendo la zona en una de sus barcas fue una delicia.
Aún puedo recordar... y, si cierro los ojos, vienen nítidas las imágenes y las sensaciones:
La brisa en la cara trayéndome el sabor del mar; la emoción de ver a los delfines, curiosos, saltar siguiendo a la barca; la impresión de ver a esos hombres curtidos, endurecidos como el ébano por esa dura vida; el sencillísimo pero exquisito guiso de pescado que nos prepararon, sobre la marcha, durante la travesía; el calorcito del sol y su reflejo irisado en el agua al parar frente a un islote cargado de aves que no daba abasto a observar con los prismáticos; el placer de cerrar los ojos y, sin más, dejarme mecer por el sonido del mar y su movimiento...
Por la noche, un cielo de luna nueva cuajado de estrellas como no recuerdo haberlas visto en ningún otro lugar, casi ni en Atacama... Extendíamos unas esterillas sobre la arena, nos tumbábamos bien abrigados sobre ellas con ese manto estelar cubriéndonos y repasábamos los evocadores nombres de las constelaciones mientras éstas iban desplazándose sutilmente en el firmamento.
Y al amanecer, como recompensa al madrugón, la Cruz del Sur en la raya del horizonte y una estrella fugaz cruzando entre el finísimo arco de la Luna y Venus como una última visión antes de que la luz desdibujase el espejismo y nos trajese un nuevo día, el de la marcha.
Si es que uno llega a marcharse de un lugar así... En fin...
M.G.
Mauritania. Diciembre 2007- Enero 2008
Volviendo al fantástico escenario, los Imraguen con sus redes desplegadas y con el agua por las rodillas, forman una barrera y van encerrando al pescado en varios círculos de redes y, mientras, los delfines por el otro lado comiendo todo lo que pueden. El espectáculo es impresionante, centenares de enormes lisas tratando de escapar, saltando sobre las redes en todos los sentidos... Después de la euforia viene la calma, las redes están llenas. Los pescadores, contentos con su captura la llevan a la playa para que las mujeres y los niños comiencen su trabajo... Una vez descabezado el pescado, se abre, se le cortan las aletas, se lava y se pone a secar al aire, sin sal. Ya tienen sustento hasta la próxima temporada".
No vimos a los Imraguen pescar. Sin embargo, la mañana que pasamos recorriendo la zona en una de sus barcas fue una delicia.
Aún puedo recordar... y, si cierro los ojos, vienen nítidas las imágenes y las sensaciones:
La brisa en la cara trayéndome el sabor del mar; la emoción de ver a los delfines, curiosos, saltar siguiendo a la barca; la impresión de ver a esos hombres curtidos, endurecidos como el ébano por esa dura vida; el sencillísimo pero exquisito guiso de pescado que nos prepararon, sobre la marcha, durante la travesía; el calorcito del sol y su reflejo irisado en el agua al parar frente a un islote cargado de aves que no daba abasto a observar con los prismáticos; el placer de cerrar los ojos y, sin más, dejarme mecer por el sonido del mar y su movimiento...
Por la noche, un cielo de luna nueva cuajado de estrellas como no recuerdo haberlas visto en ningún otro lugar, casi ni en Atacama... Extendíamos unas esterillas sobre la arena, nos tumbábamos bien abrigados sobre ellas con ese manto estelar cubriéndonos y repasábamos los evocadores nombres de las constelaciones mientras éstas iban desplazándose sutilmente en el firmamento.
Y al amanecer, como recompensa al madrugón, la Cruz del Sur en la raya del horizonte y una estrella fugaz cruzando entre el finísimo arco de la Luna y Venus como una última visión antes de que la luz desdibujase el espejismo y nos trajese un nuevo día, el de la marcha.
Si es que uno llega a marcharse de un lugar así... En fin...
M.G.
Mauritania. Diciembre 2007- Enero 2008