sábado, 16 de julio de 2011

MANU ( Los Machiguengas )

Poca gente ha tenido la fortuna de asomarse a ese paraíso de la biodiversidad que es Manu y hacer algo mejor que contarlo: revivirlo sólo con cerrar los ojos.

No tenía entonces cámara digital, las fotos que acompañan las hizo mi amigo y compañero de viaje Luis Madrid con la suya, así que la mayor parte de esas imágenes quedaron grabadas únicamente en mi memoria. 

Cómo describir el viaje desde el Cuzco ascendiendo por una carretera serpenteante, entre resecas terrazas de cultivo, cruzando pueblos anclados en sus laderas y en un pasado colonial, para encontrar, arriba de la cordillera, unos túmulos, especie de apachetas, resto de cultos incas olvidados...
Y más arriba, pasados los 3500 metros, ya entre la niebla, sentir que apareces en otro mundo, un bosque nuboso de insólita vegetación preludio de lo que nos esperaba abajo.
De ahí resbalamos, literalmente, entre la lluvia y las cascadas de la yunga hasta que una de las quebradas de la ceja de selva nos depositó en un enorme meandro del río, todavía a dos días del paraíso prometido.

Cómo describir el delirio cromático de mariposas y aves; el vértigo de saber que en esa selva se ocultan especies que desaparecerán antes de haber sido "descubiertas"; la sensación de libertad surcando el Alta Madre de Dios y el Manu taladrando con la vista las orillas para no perder detalle; la alegría de ver pescar y jugar a las nutrias en las cochas, volar los guacamayos azul-amarillo y a los rayadores cortando con su pico la tela del agua mientras sus pollitos esperan la comida en los bancos de arena... Y poder desembarcar en uno de ellos con la sensación de pisar una tierra que no ha pisado nadie antes, en un lugar lejos de todas partes donde el tiempo parece haberse detenido.
Cuánta belleza...!!

Esto es lo más cerca que he estado de una expedición como ésas que soñaba de pequeña, cuando veía los documentales de Sir David Attenborough…

Fue una delicia contemplar tan cerca caimán negro, nutrias gigantes, gallito de las rocas, pato de los torrentes y las collpas de los guacamayos. Nos falló el jaguar, que no vimos pero que seguro nos vio a nosotros...-a la mañana siguiente de una noche lluviosa había huellas al lado del campamento-, y tratar más de cerca con los indios Machiguengas, pueblo que ha conseguido sobrevivir a las inclemencias de la Naturaleza y a nuestros afanes colonizadores escondiéndose en la selva, luchando silenciosamente por preservar sus tradiciones y mantener una dignidad que nosotros hemos perdido hace tiempo…. Una historia contada por Vargas Llosa en su novela “El Hablador”.

Y también tuvo su puntito de aventura salir de allí en avioneta -no hay más que ver la "torre de control" y la pista de aterrizaje- y cruzar los Andes en medio de una tormenta con la ansiedad de llegar tarde a nuestra siguiente cita: el tren a Aguas Calientes, Macchu Picchu. Pero esa es otra historia…

Todo esto, y mucho más, estaba dormido en mi memoria y compartirlo con vosotros lo ha hecho despertar. Así que, os doy las gracias por ayudarme a disfrutar del viaje por segunda vez...

M. G.
Perú. Agosto 2003


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SOMOS... UNO

RELATIVIDAD

Un pequeño recordatorio de lo que somos, de dónde estamos. Un motivo para reflexionar...


 


MADRE TIERRA

EL ROSTRO TEHUELCHE

Caminando arriba y abajo por la "calle" de Calafate, entre sus abigarradas y coloridas tiendas de souvenirs sólo una me atrajo, pequeña, austera, del color de la tierra. Desde su escaparate me miraban silenciosas unas tallas de madera.

Estaba atardeciendo. Al traspasar la puerta vi al arte-sano trabajando en un pequeño espacio, a la vista del cliente, en uno de esos rostros. La música y las portadas de los libros sobre culturas indígenas me llevaron a lugares misteriosos pero, aún así, ya familiares.

Me contó del lugar donde iba a por la madera, no recuerdo ahora, pero estaba de camino a ese glaciar tan nombrado; de cómo le pedía permiso a la Tierra y a la lenga antes de tomar los pedazos que sentía más adecuados, y de cómo la madera le iba revelando poco a poco el color de su corazón -a veces le sorprendía un verde intenso dentro de un envoltorio quemado-, y guiaba su mano en la talla de ese rostro tehuelche, siempre una mitad, como si se tratara de un pacto, del necesario equilibrio con la Naturaleza.

Había llamado mi atención una en el escaparate, retorcida, oscura, medio descortezada. Era de un indio rebelde y fiero, por lo que me contó. Pero dentro había otra de mirada serena que sentí que era la adecuada en este momento. Para mis adentros la llamé "El Observador".

Venciendo mi inclinación a ir ligera de equipaje me la llevé junto con unas cuantas referencias bibliográficas, un curioso certificado de fabricación en el que el autor, Fernando Arteaga, oriundo de Patagonia, me transfería la propiedad de la talla, y un fuerte apretón de mano.

Me acompañó el resto del viaje desde su firme envoltorio del que a punto estuvo de salir en la frontera chilena, con sus estrictas prohibiciones. Pero esta vez el funcionario no era un prolijo rebuscador, como el que cinco años antes encontró en un recóndito lugar de mi mochila la mandarina que yo llevaba varios días buscando... Fui cargándome con su energía y compartiendo con ella la emoción de esos lugares...

Y ahora está donde tiene que estar, en la repisa de un departamento en la calle Baradero, en Buenos Aires. Desde ahí contempla en cada amanecer porteño el paso de las estaciones y acompaña a un amigo.
No, más bien, un hermano.

M.G.
Patagonia. Argentina. Agosto 2010

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