En los viajes de estas características habitualmente hay un momento en el que el golpe se manifiesta. Esto suele ocurrir al principio, cuando aún no has hecho “callo”, o, por saturación, hacia el final del viaje.
O no. A veces sucede cuando menos lo esperas, mostrándote la vulnerabilidad de tus mecanismos de defensa. También a veces se insinúa un poco antes, como un presagio. Hay que estar atento a esto...
Después de ese punto de ruptura, la mirada, y con ello el viaje, cambian (Recuerdas, Pablo, el niñito atado al árbol de tu viaje?).
En mi caso el punto de ruptura fue en Madurai. Hubo un pequeño atisbo de camino, creo. Fue un zapatero. Uno de tantos, de esos que trabajan en el suelo, en la acera. Tenía ahí expuestas unas pocas chanclas que arreglaba y lustraba. Cualquiera de nosotros ha tirado a la basura zapatos en mejor estado... Había algo en su gesto que no sabría definir, como un enorme cansancio. Se notaba que aquello era lo único que tenía, que ya es mucho en estos casos... Me dí cuenta de mi intento para que esa imagen no se grabara en mi disco duro, para pasar a otra cosa.
Esa tarde salíamos del templo. Ya llevaba unos días dándole vueltas a una idea, pensando con enfado que si todo el esfuerzo y dinero empleado en erigir templos a hipotéticos dioses y en mantenerlos a ellos, -los templos-, y a los que los representan, en toooodo tiempo y lugar, se hubiera dedicado, se dedicara, a mejorar las condiciones sociales (educación, sanidad, vivienda, trabajo digno...) de las poblaciones, este mundo podría ser, sería, muuuy distinto. Llamadme idealista...
Enfrente de la puerta Este hay un mercado con sastrerías (algunas apenas un hombre tras una máquina de coser de pedal) de esas que te elaboran un traje en dos horas, y lo más parecido a nuestras mercerías. El enclave es extraordinario: los restos de un anejo al templo, con columnas, esculturas y bajorrelieves esculpidos en granito están lamentablemente cubiertos por el polvo, la mugre y la desidia de lustros.
Salíamos de allí y lo vi: Un muchacho minúsculo, no sé si por carencia o herencia, estaba sentado en un mugriento escalón. Cosía los ojales de una camisa de un blanco inmaculado, impecable. Sus ojos eran como dos canicas, limpios y vivos, sus gestos con la aguja rápidos y precisos. Con él estaba una mujercilla escuálida y desgreñada de sari harapiento y un niño de, tal vez, tres años que jugaba con un paraguas raído, remendado y comido por el sol. No sé qué grado de parentesco tendrían. La sordidez del conjunto contrastaba intensamente con la blancura luminosa de esa camisa que ninguno de los tres podría nunca ni soñar llevar...
Ver y comprender aquello me conmovió profundamente. Sentí una gran compasión por aquel muchacho, bueno, por los tres. No hablo de lástima, era otra cosa... No es que me pusiera en su piel. Es que, por unos instantes, me sentí en su piel.
Entonces ocurrió. Noté cómo aparecían en mi interior una mezcla de indignación, desesperanza, enfado y profunda tristeza. Y una tremenda desolación, un asco vital enorme... me subió por la garganta y brotó por los ojos. Tuve que hacer grandes esfuerzos para contenerme, para no gritar.
Y todo por el contraste de una tela blanquísima con una vida sin luz, sin color ni esperanza... Qué cosa.
Muchas veces el viaje no te trae respuestas, sino más preguntas. Estos puntos de ruptura son buenos detonantes.
No hay foto de esto, pero la imagen está impresa, indeleble, en mi memoria. No quiero olvidarla. Sé que aunque quisiera no podría...