Kochi (Cochín) está recubierta por una costra musgosa, húmeda. Es la pátina con la que ha impregnado esta ciudad el tiempo, la historia y el monzón.
Y doy fe de que es así. El tiempo en sus calles retrocede, en cada esquina se respira toda su historia con el aroma de las especias, y el monzón se nos mostró con toda su intensidad...
Vasco de Gama apuntó algo mejor que otros el astrolabio en su búsqueda de una vía a las especias y arribó a estas costas en 1498.
Por aquel entonces Kochi ya tenía una larga historia detrás: fenicios, romanos, cristianos sirios, árabes y chinos pasaron por aquí en su camino hacia las Molucas, en Indonesia, haciendo acopio de los preciados condimentos, de marfil y esencias, y dejando a su paso un poso de religiones, costumbres e inventos, como las redes chinas, arte de pesca legado por los mercaderes de la corte de Kublai Khan allá por el S. XV y aún en uso en las orillas de Fort Cochin y la isla de Vypeen. Ver cómo los pescadores manejan los contrapesos que sumergen la red es un espectáculo... como presenciar una danza.
Al intrépido portugués y sus compatriotas le seguirían holandeses y británicos, configurando un crisol de culturas y religiones difícil de encontrar en otro lugar. Mezquitas, sinagogas, iglesias y templos hindús conviven en armonía en la actualidad de sus barrios.
Esta ciudad de la costa tropical de Malabar está formada por una zona peninsular y un conjunto de islas. Nosotros nos alojamos en una de ellas: Fort Cochin, justo al lado de la casa en la que vivío Vasco de Gama y de la iglesia de San Francisco, la más antigua en india de construcción europea, nada menos que de 1503. En ella estuvo enterrado el portugués durante catorce años, hasta el traslado de su cuerpo a Lisboa en 1538. Aún se conserva su cenotafio, que visitamos.
“Si China es el lugar donde puedes hacer dinero, Cochin es el lugar donde puedes gastarlo”, decía un comerciante de la época.
Y podemos imaginarlo de camino al barrio judío de Mattancherry cuando pasamos por los almacenes anejos a los muelles. Allí todavía se amontonan los sacos de arpillera (de esos que ya no se usan en nuestro pais desde hace cincuenta años) conteniendo las preciadas especias: cardamomo, clavo, nuez moscada, cúrcuma, pimienta, comino, jengibre, cayena... y diferentes tipos de arroz, nunca había visto tantos.
Visitamos el palacio de Mattancherry, un regalo de los portugueses al rajá de turno en 1555, posiblemente más para asegurar sus privilegios mercantiles que por generosidad y reconstruido luego por los holandeses. Pero, sin duda, lo más singular el la sinagoga de Pardesi con sus baldosas de porcelana china de Cantón. Se hace increíble estar pisando algo tan delicado como bien conservado después de casi medio siglo.
Todo fue explorado, pateado, exhaustivamente: El barrio musulmán con su intrincada red de callejuelas; la isla de Vypeen con sus redes, sus escuelas y el acogedor pueblecito; Ernakulam, en el lado peninsular, esa sí, una ciudad típicamente india...
Los cruces entre islas, en transbordador y ferry. En este último apuré hasta la última parada y llegué a ser la única persona occidental en el animado barco. Que sensación más rara...
Y, para terminar, un repaso a las tradiciones autóctonas: Una exhibición de kalarippayat, arte marcial del S.XII, y otra de Kathakali, un teatro-danza no hablado antiquísimo en su origen en el que la historia se cuenta con la expresividad de la cara y los mudras realizados con las manos. El vestuario y, sobre todo, el maquillaje resultan impactantes. Y contemplar la sesión de maquillaje que los actores realizan cara al público con unas ragas de fondo (esa música hindú repetitiva que ayuda a inducir un trance meditativo pero que puede resultar insufrible a los no “iniciados”...), algo hipnótico.