“Primero estaba el Mar.
Todo estaba oscuro.
No había Sol, ni Luna, ni gente,
ni animales, ni plantas.
El Mar estaba en todas partes.
El Mar era la Madre.
La Madre no era gente, ni nada, ni cosa alguna.
Ella era Espíritu de lo que iba a venir.
Ella era Pensamiento y Memoria”.
Cosmogonía Tayrona.
Ni se me había pasado por la imaginación viajar a Colombia hasta que una amiga me enseñó el folleto de una agencia de aventura que acababa de abrir destino allí. El programa del viaje me entusiasmó. Había de todo, incluido un trekking a un sugerente lugar: La Ciudad Perdida, en la Sierra Nevada de Santa Marta, la cordillera litoral más alta del mundo, sobre la costa Caribe, con picos de hasta 5.775 metros cubiertos de nieves perpetuas.
Emprendí el viaje con ilusión desoyendo las recomendaciones de padres y amigos que me desaconsejaban viajar a un lugar que presagiaba peligro: inseguridad en las ciudades, atracos, guerrilla, secuestros, burundanga… Poco imaginaban que lo más peligroso de un país de gente entrañable, amable y hospitalaria iban a ser unas carreteras sin normas de tráfico, muchas veces impracticables, y una Naturaleza mayúscula, feraz y feroz.
Salimos de Santa Marta con destino al Mamey. De allí ascendimos, ya por pista, hacia la montaña, hasta el último lugar que admitía transporte rodado, por llamarlo de algún modo… Machete Pelao. El nombre, intimidatorio, evocaba turbulentas noches de alcohol y reyertas sangrientas, pero entonces sólo albergaba unos cuantos colmados-bar con mochileros preparándose para la aventura.
El cielo amenazaba una tormenta que no tardó en comenzar, justo cuando nos poníamos en marcha. Bien pertrechada con polainas, capa y otros útiles impermeables me dije: “Tormentas a mí…”. Horas más tarde me reía de mi arrogancia cuando, ya anochecido, tras cruzar varias veces un río irritado por la tormenta -una de ellas con el agua por la cintura-, empapada y embarrada llegaba a Adán, el primer campamento. No sé si el nombre tenía también algo de simbólico…
Allí pudimos apreciar el valor de las cosas sencillas: una rápida ducha de agua helada, un estofado sobre el cual habíamos puesto a secar botas y calcetines, y nuestro primer contacto con los chinchorros. Conseguir subirse a uno, meterse en el saco y tapar el conjunto con la mosquitera era una obra de ingeniería y equilibrio que fuimos dominando poco a poco. Lograr dormir en ellos fue ya cosa de la necesidad.
Allí pudimos apreciar el valor de las cosas sencillas: una rápida ducha de agua helada, un estofado sobre el cual habíamos puesto a secar botas y calcetines, y nuestro primer contacto con los chinchorros. Conseguir subirse a uno, meterse en el saco y tapar el conjunto con la mosquitera era una obra de ingeniería y equilibrio que fuimos dominando poco a poco. Lograr dormir en ellos fue ya cosa de la necesidad.
La segunda etapa se desarrolló por terrenos aún más agrestes. La trocha nos iba adentrando en una selva de altura, no tan calurosa como la de llanura pero provista de su dosis de humedad, barro y mosquitos. De vez en cuando nos sorprendían los destellos azules de alguna mariposa morpho.
Llegamos al poblado de los Kogui, descendientes de los orgullosos Tayronas, aquellos que fundaron Ciudad Perdida allá por el año 600 y que se resistieron, terca y valientemente, a la conquista del Español hasta 1600. Era un reducto, apenas una sombra de lo que debió ser esa sociedad... sin embargo, sólo hay que fijarse en sus miradas para darse cuenta de que su espíritu sigue vivo.
Y, un poco más alante, el segundo campamento: Gabriel. Otro simbólico nombre y lugar.
El tercer día, ya sin mulas, sólo con unos cuantos porteadores, tuvimos que continuar la subida cargando con nuestros propios enseres.
El agua, que ingenuamente creí que sería mineral y porteada, no resultó un problema: íbamos llenando la cantimplora con la que caía de la montaña. Afortunadamente, no hubo efectos secundarios… Sí fue, en cambio, un problema otra agua: la del río Buritaca, que bajaba muy crecido y que tuvimos que cruzar innumerables veces en un intenso zig-zag de orilla a orilla, con ayuda de cuerdas y de nuestros guías locales, sin los cuales una persona no estaría hoy viva para contarlo.
Después de más de diez horas de caminata, y tras subir los iniciáticos 1.200 escalones, llegábamos a un lugar de belleza indescriptible del que las fotos son sólo un pálido reflejo: Teyuna, la Ciudad Perdida de los Tayrona.
Llegamos al poblado de los Kogui, descendientes de los orgullosos Tayronas, aquellos que fundaron Ciudad Perdida allá por el año 600 y que se resistieron, terca y valientemente, a la conquista del Español hasta 1600. Era un reducto, apenas una sombra de lo que debió ser esa sociedad... sin embargo, sólo hay que fijarse en sus miradas para darse cuenta de que su espíritu sigue vivo.
Y, un poco más alante, el segundo campamento: Gabriel. Otro simbólico nombre y lugar.
El tercer día, ya sin mulas, sólo con unos cuantos porteadores, tuvimos que continuar la subida cargando con nuestros propios enseres.
El agua, que ingenuamente creí que sería mineral y porteada, no resultó un problema: íbamos llenando la cantimplora con la que caía de la montaña. Afortunadamente, no hubo efectos secundarios… Sí fue, en cambio, un problema otra agua: la del río Buritaca, que bajaba muy crecido y que tuvimos que cruzar innumerables veces en un intenso zig-zag de orilla a orilla, con ayuda de cuerdas y de nuestros guías locales, sin los cuales una persona no estaría hoy viva para contarlo.
Después de más de diez horas de caminata, y tras subir los iniciáticos 1.200 escalones, llegábamos a un lugar de belleza indescriptible del que las fotos son sólo un pálido reflejo: Teyuna, la Ciudad Perdida de los Tayrona.
Para los Tayrona, los "Hermanos mayores", y sus sucesores, los Kogui, este lugar es algo más que una montaña. Ellos lo llaman "El Corazón del Mundo", porque dicen que es desde ahí donde fluye la energía al resto del planeta. También nos llaman, sin rencor aparente, "Hermanos menores" pues, con nuestra ignorancia e inconsciencia desde nuestra supuesta "superioridad", estamos amenazando la supervivencia de la Tierra.
No hay más que añadir...
Después de vivir el sueño de pasar allí un día regresamos a la civilización, no sin que antes la Madre nos recordara quién manda de verdad: Otra tormenta nos retuvo en Gabriel donde, afortunadamente, pudimos refugiarnos.
Al día siguiente el espectáculo era desolador. Apenas veinte metros más allá del campamento enormes piedras y árboles arrancados de cuajo habían arramblado el camino. De hecho, éste había desaparecido durante gran parte de la bajada. Los alrededores del poblado Kogui, sus modestos maizales... todo estaba arrasado. Las mulas que iban a ayudar en el regreso a los compañeros más perjudicados por la aventura no podían transitar por allí... Así que, sorteando los obstáculos, abatidos y silenciosos emprendimos el regreso a nuestro mundo.
El viaje a Ciudad Perdida ha sido, sin duda, uno de los viajes interiores más potentes de mi vida; una importante cura de humildad; un regreso, pues, al humus, a la Tierra, a lo esencial, a lo que me nutre.
Con él comencé a comprender que la Tierra es un campo de Energía y de Conciencia, un Ser vivo que late bajo nuestros pies y respira a través de nosotros su aliento de Vida.
Fue así que inicié una nueva etapa del Viaje, ahora ya sabiendo que no estoy sola pues cuento con Ella, con su escucha, inspiración y ayuda.
Gracias, Madre Tierra, por sostener todos nuestros pasos.
Colombia. Agosto 2007
La subida 1
La subida 3
Poblado Kogui
Koguis
Sin comentarios...
Madre e hijo
Niños Kogui
El Río
Cruzando
Porteador
Campamento Gabriel. "Dormitorio"
Buscando el camino
Subida a Ciudad Perdida
El Camino
Llegando...
Las plataformas
Amaneciendo
"Pista de aterrizaje"
Desde arriba
La Ciudad 1
La Ciudad 2
La Ciudad 3
La Ciudad 4
Niñas Kogui
Mariposa curiosa
Mariposa amiga
Yin
Yang
Oscureciendo
El regreso
Despedida